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Voluptuosos de todas las edades Y de todos los sexos, a vosotros solos ofrezco esta obra: nutríos de sus principios, que favorecen vuestras pasiones; esas pasiones, de las que fríos e insulsos moralistas os hacen asustaros, no son sino los medíos que la naturaleza emplea para hacer alcanzar al hombre los designios que sobre él tiene; escuchad sólo esas pasiones deliciosas, su órgano es el único que debe conduciros a la felicidad. Mujeres lúbricas, que la voluptuosa Saint-Ange sea vuestro modelo; a ejemplo suyo despreciad cuanto contraría las leyes divinas del placer, que la encadenaron toda su vida. Muchachas demasiado tiempo contenidas en las ataduras absurdas y peligrosas de una virtud fantástica y de una religión repugnante, imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead, con tanta rapidez como ella, todos los preceptos ridículos inculcados por imbéciles padres. Y a vosotros, amables disolutos, vosotros que desde vuestra juventud no tenéis más freno que vuestros deseos ni otras leyes que vuestros caprichos, que el cínico Dolmancé os sirva de ejemplo; id tan lejos como él si como él queréis recorrer todos los caminos de flores que la lubricidad os prepara; a enseñanza suya, convenceos de que sólo ampliando la esfera de sus gustos y de sus fantasías y sacrificando todo a la voluptuosidad es como el desgraciado individuo conocido bajo el nombre de hombre y arrojado a pesar suyo sobre este triste universo, puede lograr sembrar algunas rosas en las espinas de la vida.
¡Cuánto me alegro de haberme ido! ¡Amigo mío, lo que es el corazón humano! ¡Abandonarte a ti, a quien tanto quiero, de quien era inseparable, y estar alegre! Sé que me lo perdonas. El resto de mis relaciones parecían seleccionadas por los hados para atemorizar a un corazón como el mío, ¿verdad? ¡La pobre Leonore! Y a pesar de todo yo era inocente. ¿Acaso pude evitar que se desatara la pasión en esa pobre alma mientras yo disfrutaba de amenas conversaciones con su encantadora hermana? Y sin embargo, ¿soy del todo inocente? ¿No he alimentado sus sentimientos? ¿No me he divertido con esas expresiones tan auténticas de su naturaleza que a menudo nos movían a risa pese a no tener nada de risibles? ¿Es que nö? ¡Oh, quién es el ser humano para quejarse de sí mismo! Voy a enmendarme, querido amigo, te prometo que voy a enmendarme, no quiero rumiar el poco mal que el destino dispone ante nosotros como he hecho siempre; quiero gozar del presente y que lo pasado permanezca en el pasado para mí. Es cierto, amigo, sólo Dios sabe por qué nos ha hecho así, pero el dolor sería menor entre los hombres si no ocuparan tan afanosamente la fuerza de su imaginación en rememorar los males pasados en lugar de soportar un sosegado presente.
ANA: ¿Eso viste? ¡Que eso pasa!LEONOR: Ésta es la pura verdad en fe de la voluntad que, después de mi casa eres vecina te debo. Reconocimientos labras ya en obras y ya en palabras, tantos en mí que me atrevo a revelarte secretos que mi señora me fía.ANA: Querrá el Amor algún día que con mayores efetos me desempeñe. Leonor, sé entretanto mi acreedora. En efeto, ¿tu señora tiene a mi don Juan amor? En efeto, ¿sus engaños me pretenden usurpar la acción que puede alegar quien ha que le ama dos años?LEONOR: En esa parte podré disculpar a mi señora justamente. Pues, si ignora tus desvelos y no fue como amiga consultada de tus cuidados por ti, ¿en qué te ofende?ANA: Salí, Leonor, cierta y desdichada en mis sospechas. Mudó don Juan voluntad y afetos y, mudándolos, sujetos de su esperanza dejó quejas que buscan venganza
ELENA ¿Lloras mi Julia?JULIA Sí, Elena.ELENA Templa el llanto a tus enojos.JULIA Dos nubes hay en mis ojos que ha congelado una pena.ELENA Lluevan, pues, y tu dolor mengüe, si alivio le das.JULIA Antes cuanto lloro más, se hace la lluvia mayor.ELENA ¿Di, cómo?JULIA Mira la nube preñada de exhalaciones, que a penetrar las regiones del aire diáfano sube. que si del rayo el calor le hace derretir la nieve, de aquello mismo que llueve va naciendo otro vapor. Mira un río a su albedrío que al mar se va a despeñar, y por sus venas el mar le vuelve a hacer que sea río. Iguales hoy los enojos son del mal que me condena,una lloro, y otra pena vuelve a congelar mis ojos. Despeño el corriente frío de mis mejillas al mar, y este mar vuelve a prestar caudales de plata al río. ¿Pues qué importará en rigor despeñar corriente igual, si río logro un caudal, y nube abrazo un vapor?
Amigo lector: si lees entero este libro, notarás en él una cierta vaguedad y una cierta melancolía. Verás cómo pasan cosas y cosas siempre retratadas con amargura, interpretadas con tristeza. Todas las escenas que desfilan por estas páginas son una interpretación de recuerdos, de paisajes, de figuras. Quizá no asome la realidad su cabeza nevada, pero en los estados pasionales internos la fantasía derrama su fuego espiritual sobre la naturaleza exterior agrandando las cosas pequeñas, dignificando las fealdades como hace la luna llena al invadir los campos. Hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente. En la mayor parte de las horas este algo está dormido; pero cuando recordamos o sufrimos una amable lejanía se despierta, y al abarcar los paisajes los hace parte de nuestra personalidad. Por eso todos vemos las cosas de una manera distinta. Nuestros sentimientos son de más elevación que el alma de los colores y las músicas, pero casi en ningún hombre se despiertan para tender sus alas enormes y abarcar sus maravillas. La poesía existe en todas las cosas, en lo feo, en lo hermoso, en lo repugnante; lo difícil es saberla descubrir, despertar los lagos profundos del alma. Lo admirable de un espíritu está en recibir una emoción e interpretarla de muchas maneras, todas distintas y contrarias. Y pasar por el mundo, para que cuando hayamos llegado a la puerta de la "ruta solitaria" podamos apurar la copa de todas las emociones existentes, virtud, pecado, pureza, negrura.
Pocos españoles, aun contando a los menos sabios y leídos, desconocerán la historieta vulgar que sirve de fundamento a la presente obrilla.Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida Cortijada en que nació, fue el primero a quien nosotros se la oímos referir.--Era el tal uno de aquellos rústicos sin ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen en nuestra literatura nacional con el dictado de _pícaros_. Siempre que en la Cortijada había fiesta, con motivo de boda o bautizo, o de solemne visita de los amos, tocábale a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar los romances y relaciones;--y precisamente en una ocasión de éstas hace ya casi toda una vida..., es decir, (hace ya más de treinta y cinco años), tuvo a bien deslumbrar y embelesar cierta noche nuestra inocencia (relativa) con el cuento en verso de _El Corregidor y la Molinera_, o sea de _El Molinero y la Corregidora_, que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más trascendental y filosófico (pues así lo requiere la gravedad de estos tiempos) de _El Sombrero de tres picos_.Recordamos, por señas, que cuando el pastor nos dio tan buen rato, las muchachas casaderas allí reunidas se pusieron muy coloradas, de donde sus madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el pastor) no se mordió la lengua, y contestó diciendo: que no había por qué escandalizarse de aquel modo, pues nada resultaba de su relación que no supiesen hasta las monjas y hasta las niñas de cuatro años....
Alexei Fiodorovitch Karámazov era el tercer hijo de un terrateniente de nuestro distrito llamado Fiodor (Teodoro) Pavlovitch, cuya trágica muerte, ocurrida trece años atrás, había producido sensación entonces y todavía se recordaba. Ya hablaré de este suceso más adelante. Ahora me limitaré a decir unas palabras sobre el «hacendado», como todo el mundo le llamaba, a pesar de que casi nunca había habitado en su hacienda. Fiodor Pavlovitch era uno de esos hombres corrompidos que, al mismo tiempo, son unos ineptos ¿tipo extraño, pero bastante frecuente¿ y que lo único que saben es defender sus intereses. Este pequeño propietario empezó con casi nada y pronto adquirió fama de gorrista. Pero a su muerte poseía unos cien mil rublos de plata. Esto no le había impedido ser durante su vida uno de los hombres más extravagantes de nuestro distrito. Digo extravagante y no imbécil, porque esta clase de individuos suelen ser inteligentes y astutos. La suya es una ineptitud específica, nacional.
Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla del vecino más próximo, en una cabaña que construí yo mismo junto a la orilla de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, al tiempo que me ganaba el sustento con la labor de mis manos. Allí viví dos años y dos meses. Heme aquí de nuevo en la civilización. No impondría mis cosas a la atención de los lectores de no haber sido por las pesquisas, que algunos considerarán impertinentes, y yo no, dadas las circunstancias, llevadas a cabo por mis conciudadanos en cuanto a mi modo de vida. Algunos querían saber qué comía; otros, si me sentía solo, si tenía miedo y cosas parecidas. Los ha habido interesados en averiguar qué parte de mis ingresos dedicaba a fines benéficos; otros, que, dotados de abundante familia, deseaban conocer el número de niños pobres a mi cargo. Me excuso, pues, ante aquellos lectores poco interesados en mi persona, por tratar de dar respuesta a alguna de estas preguntas en las páginas que siguen. En la mayoría de libros, el yo o primera persona es omitido; en éste se conserva; en cuanto a egoísmo, esa es la principal diferencia. Es corriente olvidarse de que, a fin de cuentas, es siempre la primera persona la que habla. Y yo no diría tanto de mí si hubiera quien me conociera mejor. Desgraciadamente, me veo reducido a este tema por la parvedad de mi experiencia. Más aun, por mi parte requiero de cada escritor, primero o último, un sencillo y sincero relato de su vida, y no tan sólo lo que ha oído de la de otros; algo así como lo que participaría a los suyos desde tierras lejanas; pues, si ha vivido sinceramente, debe haber sido en un lugar alejado de aquí.
Sucedió, pues, lector amantísimo, que, viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos, sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces que no picásemos tanto. Esperámosle, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal, porque todo venía vestido de pardo, antiparas, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales; verdad es, no traía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla.Llegando a nosotros dijo:-¡Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad, ni más ni menos, según la priesa con que caminan?; que en verdad que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminante más de una vez.
En los primeros días del mes de abril de 1784, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo mariscal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara, sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, moviendo la cabeza con aquel gesto que le era propio, dijo: ¿Vamos. Ya estoy preparado. Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su pantalón azul celeste. Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el cuarto de aseo a fin de desentumecer las piernas, dijo: ¿Que venga mi maestresala. Cinco minutos después, el maestresala se presentó en traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que requería la situación. ¿Monsieur ¿dijö, supongo que me habréis preparado un buen almuerzo.¿Por supuesto, monseñor. ¿Os han entregado la lista de los convidados, ¿verdad? cubiertos, ¿no es¿Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve eso?
En un cuarto del palacio del cardenal, palacio que ya conocemos, y junto a una mesa llena de libros y papeles, permanecía sentado un hombre con la cabeza apoyada en las manos. A sus espaldas había una chimenea con abundante lumbre, cuyas ascuas se apilaban sobre dorados morillos. El resplandor de aquel fuego iluminaba por detrás el traje de aquel hombre meditabundo, a quien la luz de un candelabro con muchas bujías permitía examinar muy bien de frente. Al ver aquel traje talar encarnado y aquellos valiosos encajes; al contemplar aquella frente descolorida e inclinada en señal de meditación, la soledad del gabinete, el silencio que reinaba en las antecámaras, como también el paso mesurado de los guardias en la meseta de la escalera, podía imaginarse que la sombra del cardenal de Richelieu habitaba aún aquel palacio. Mas ¡ay! sólo quedaba, en efecto, la sombra de aquel gran hombre. La Francia debilitada, la autoridad del rey desconocida, los grandes convertidos en elemento de perturbación y de desorden, el enemigo hollando el suelo de la patria todo patentizaba que Richelieu ya no existía. Y más aún demostraba la falta del gran hombre de Estado, el aislamiento de aquel personaje; aquellas galerías desiertas de cortesanos; los patios llenos de guardias aquel espíritu burlón que desde la calle penetraba en el palacio, a través de los cristales, como el hálito de toda una población unida contra el ministro; por último, aquellos tiros lejanos y repetidos, felizmente, disparados al aire, sin más fin que hacer ver a los suizos, a los mosqueteros y a los soldados que guarnecían el palacio del cardenal, llamado a la sazón Palacio Real, que también el pueblo disponía de armas.
Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó:¿Introibo ad altare Dei.Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:¿¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Gravemente, se fue dando la vuelta y bendiciendo tres veces la torre, los campos de alrededor y las montañas que se despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, gorgoteando con la garganta y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y soñoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente aquella cara sacudida y gorgoteante que le bendecía, caballuna en su longitud, y aquel claro pelo intonso, veteado y coloreado como roble pálido. Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con viveza. ¿¡Vuelta al cuartel! ¿dijo severamente. Y añadió, en tono de predicador: ¿Porque esto, oh amados carísimos, es lo genuinamente cristino: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Hay algo que no marcha en estos glóbulos blancos. Silencio, todos.
En la segunda década del siglo actual y en una deliciosa mañana del mes de junio, un espacioso coche familiar que, tirado por un tronco de gordos caballos enjaezados con arneses bruñidos y resplandecientes, avanzaba a una velocidad de cuatro millas por hora, se detuvo junto a la verja de hierro del colegio de señoritas situado en la alameda Chiswick y dirigido por la señorita Pinkerton. Guiaba el carruaje un cochero obeso, de aspecto imponente, ataviado con peluca y sombrero de tres picos. Un lacayo negro que junto al cochero ocupaba un asiento en el pescante, desrizó sus combadas piernas no bien hizo alto el carruaje frente a la dorada plancha de bronce donde campeaba el nombre de la señorita Pinkerton, descendió e hizo sonar la campana. Más de una veintena de encantadoras cabecitas hicieron su aparición en las diferentes ventanas del severo inmueble de ladrillo, más de una veintena de cabecitas curiosas, entre las cuales un observador perspicaz habría podido reconocer la naricita colorada de la bonachona Lucy Pinkerton en persona, que asomaba entre las macetas de geranios que adornaban las ventanas de su cuarto.
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad. Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, se preguntaban unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
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