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Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio del gobierno. D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente: ¿¿¿Qué veo? ¿¿¿Qué veis, amigo mío? ¿¿preguntó Athos con tranquilidad. ¿¿Mirad allá abajo. ¿¿¿En el patio? ¿¿Sí, pronto. ¿¿Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo. ¿¿Apostaría que es él, Athos.¿¿¿Quién? ¿¿Aramis. ¿¿¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser. ¿¿Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más. ¿¿¿Qué hace aquí, pues? ¿¿respondió D'Artagnan con¿¿Conoce al gobernador Baisemeaux, socarronería: ¿¿llegamos a tiempo.¿¿¿Para qué? ¿¿Para ver.¿¿Siento de veras este encuentro, ¿¿repuso Athos, ¿¿al verme, Aramis se sentirá contrariado, primeramente de verme, y luego de ser visto.
Réussissez votre bac de français 2023 grâce à notre fiche de lecture de la pièce Henri III et sa cour d'Alexandre Dumas !Validée par une équipe de professeurs, cette analyse littéraire est une référence pour tous les lycéens.Grâce à notre travail éditorial, les points suivants n'auront plus aucun secret pour vous : la biographie de l'écrivain, le résumé du livre, l'étude de l'oeuvre, l'analyse des thèmes principaux à connaître et le mouvement littéraire auquel est rattaché l'auteur.
En otro tiempo se elevaba un hermoso pueblo de blancas casas y rojizos techos, casi encubiertos por los tilos y las hayas, a muy poca distancia de Liburnia, alegre villa que se refleja en las rápidas aguas del Dordoña, entre Fronsac y San Miguel de la Rivera. Por entre sus casas, simétricamente alineadas, pasaba el camino de Liburnia a San Andrés de Cubzac, formando la única vista que disfrutaban aquéllas. A poco más de cien pasos de una de estas hileras de casas, se extiende serpenteando el río, cuya anchura y poderío empiezan a anunciar, desde aquel sitio, la proximidad del mar. Pero la guerra civil había estampado sus desoladoras huellas en aquel país, destruyendo las árboles y los edificios, expuestos a todos sus caprichosos furores; y no pudiendo huir, como lo hicieran sus habitantes, se deslizaron poco a poco sobre los céspedes, protestando a su modo contra la barbarie de las revoluciones intestinas; empero la tierra, que sin duda ha sido creada para servir de tumba a todo cuanto fue, ha ido cubriendo lentamente el cadáver de aquellas casas, tan graciosas y alegres en otro tiempo; la hierba ha brotado sobre aquel suelo ficticio, y el viajero que hoy camina por la senda solitaria, no podrá sospechar al ver aparecer sobre los montecillos desiguales, alguno de esos numerosos rebaños tan comunes en el mediodía; que ovejas y pastores huellan indiferentes el cementerio en que reposa una aldea.
En el mes de mayo del año 1660, a las nueve de la mañana, cuando el sol ya bastante alto empezaba a secar el rocío en el antiguo castillo de Blois, una cabalgata compuesta de tres hombres y tres pajes entró por él puente de la ciudad, sin causar más efecto que un movimiento de manos a la cabeza para saludar, y otro de lenguas para expresar esta idea en francés correcto.¿Aquí está Monsieur, que vuelve de la caza. Y a esto se redujo todo. Sin embargo, mientras los caballos subían por la áspera cuesta que desde el río conduce al castillo varios hombres del pueblo se acercaron al último caballo, que llevaba pendientes del arzón de la silla diversas aves cogidas del pico. A su vista, los curiosos manifestaron con ruda franqueza, su desdén por tan insignificante caza, y después de perorar sobre las desventajas de la caza de volatería, volvieron a sus tareas. Solamente uno de estos, curiosos, obeso y mofletudo, adolescente y de buen humor, preguntó por qué Monsieur, que podía divertirse tanto, gracias a sus pingües rentas, conformábase con tan mísero pasatiempo. ¿¿No sabes ¿le dijeron¿ que la principal diversión de Monsieur es aburrirse? El alegre joven se encogió de hombros, como diciendo: «Entonces, más quiero ser Juanón que príncipe». Y volvieron a su trabajo.
Examinada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se debía esperar de una morada destinada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la voluntad de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba un espectáculo diferente. El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio completamente descubierto, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada principal de la casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de musgo que debía suceder al enlosado.
EN EL QUE SE HACE CONSTAR QUE, PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS», LOS HÉROES DE LAHISTORIAQUE VAMOSA TENER EL HONOR DE CONTARA NUESTROS LECTORESNO TIENEN NADA DE MITOLÓGICOHace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV, di por casualidad con las Memorias del señor D¿Artagnan, impresas ¿como la mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse una vuelta más o menos larga por la Bastillä en Ámsterdam, por el editor Pierre Rouge. El título me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré. No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto parecido como en la historia del señor Anquetil, las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.
En los primeros días del mes de abril de 1784, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo mariscal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara, sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, moviendo la cabeza con aquel gesto que le era propio, dijo: ¿Vamos. Ya estoy preparado. Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su pantalón azul celeste. Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el cuarto de aseo a fin de desentumecer las piernas, dijo: ¿Que venga mi maestresala. Cinco minutos después, el maestresala se presentó en traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que requería la situación. ¿Monsieur ¿dijö, supongo que me habréis preparado un buen almuerzo.¿Por supuesto, monseñor. ¿Os han entregado la lista de los convidados, ¿verdad? cubiertos, ¿no es¿Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve eso?
En un cuarto del palacio del cardenal, palacio que ya conocemos, y junto a una mesa llena de libros y papeles, permanecía sentado un hombre con la cabeza apoyada en las manos. A sus espaldas había una chimenea con abundante lumbre, cuyas ascuas se apilaban sobre dorados morillos. El resplandor de aquel fuego iluminaba por detrás el traje de aquel hombre meditabundo, a quien la luz de un candelabro con muchas bujías permitía examinar muy bien de frente. Al ver aquel traje talar encarnado y aquellos valiosos encajes; al contemplar aquella frente descolorida e inclinada en señal de meditación, la soledad del gabinete, el silencio que reinaba en las antecámaras, como también el paso mesurado de los guardias en la meseta de la escalera, podía imaginarse que la sombra del cardenal de Richelieu habitaba aún aquel palacio. Mas ¡ay! sólo quedaba, en efecto, la sombra de aquel gran hombre. La Francia debilitada, la autoridad del rey desconocida, los grandes convertidos en elemento de perturbación y de desorden, el enemigo hollando el suelo de la patria todo patentizaba que Richelieu ya no existía. Y más aún demostraba la falta del gran hombre de Estado, el aislamiento de aquel personaje; aquellas galerías desiertas de cortesanos; los patios llenos de guardias aquel espíritu burlón que desde la calle penetraba en el palacio, a través de los cristales, como el hálito de toda una población unida contra el ministro; por último, aquellos tiros lejanos y repetidos, felizmente, disparados al aire, sin más fin que hacer ver a los suizos, a los mosqueteros y a los soldados que guarnecían el palacio del cardenal, llamado a la sazón Palacio Real, que también el pueblo disponía de armas.
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad. Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, se preguntaban unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
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