Gjør som tusenvis av andre bokelskere
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SER general de la República en los primeros meses de la guerra civil no es, ni mucho menos, una situación envidiable. Los generales más prestigiosos de España se han sublevado contra esta República antimilitarista que ha respondido a la rebelión lanzando a las masas proletarias al asalto de los cuarteles. El pueblo en armas ha fusilado a los militares que han caído en sus manos y luego se ha puesto a hacer la guerra improvisando el más incongruente ejército del mundo; un ejército en el que las virtudes militares son consideradas como delitos.Los generales, jefes y oficiales que han permanecido fieles a la República sucumben heroicamente en el vano intento de organizar para la guerra a unas masas revolucionarias que al sentirse impotentes se revuelven furiosas contra ellos al grito de: «¡Hemos sido traicionados; fusilemos a los jefes!». Los militares que no tienen temperamento de mártires desertan uno tras otro. El pueblo en armas no acata más jefes que los suyos y convierte en comandantes y generales a sus agitadores y a los directivos de sus sindicatos. Largo Caballero ha recorrido los frentes de la Sierra disfrazado de caudillo tropical, cubierto con un inverosímil sombrero de alas anchas y armado con un rifle. Las tropas rebeldes arrollan fácilmente a estas masas heroicas e insensatas.Pero los duros reveses del frente van alumbrando poco a poco un curioso y vergonzante redescubrimiento de las virtudes militares. Los anarquistas han lanzado una consigna paradójica: «¡Disciplinemos la indisciplina!» es su disparatado «slogan». El Partido Comunista es la única fuerza revolucionaria que no tiene que inventar la disciplina, pero contribuye a la catástrofe porque no consiente más disciplina que la suya propia. Con el mismo entusiasmo con que organiza el «Quinto Regimiento» que ha de ser el germen del futuro ejército del pueblo, el comunismo se aplica a destruir los cuadros subsistentes del viejo ejército nacional. Mientras tanto el Gobierno de la República y los militares que se obstinan en serle fieles flotan a la deriva en esta procela sangrienta de la revolución y la guerra civil.
En unas horas plácidas, banales, de un domingo radiante, Francia, la Francia que creíamos inmortal, se había hundido, quizás para siempre, entre la indiferencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada, el discurrir perezoso de una muchedumbre endomingada que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville presenciando con inconsciente curiosidad provinciana el ir y venir de los automóviles oficiales y el ajetreo miserable de cientos de miles de refugiados ajenos a todo lo que no fuese la satisfacción inmediata de sus necesidades físicas, que buscaban afanosamente dónde comer y dormir aquella noche.Un mediano restaurant, una cama, una mesa libre en una terraza para tomar cómodamente el aperitivo, una localidad para el cine, un buen puesto en primera fila para verle la cara a Pétain o a Reynaud al entrar o salir del Consejo de Ministros, tenían más importancia para aquella masa abigarrada que todas las angustiosas preocupaciones nacionales del momento. ¿Cuántas personas de aquéllas tenían plena conciencia de la hora decisiva para ellas y para la historia que estaban viviendo? Nunca una catástrofe nacional se ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva.
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