Gjør som tusenvis av andre bokelskere
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Eres bella y elegante y tu alma extravagante en amar no se marchita; gozas la dicha completa. Dios no te hizo tan coqueta al hacerte tan bonita. Brotan lujuriosas luces de tus ojos andaluces y de tu pelo africano, y eres como una musmé cuyo diminuto pie caber podría en mi mano. Tienes los labios de fresa y las manos de abadesa; son tus mejillas de grana, y hasta en tu voz argentina eres la mujer divina con alma de cortesana. Tu maldad no se adivina, tu roja boca fascina para asesinar después, y es una flor de granado que al besar, ha envenenado al que lloraba a tus pies. Yo te amé por tu elegancia y por la rara fragancia de las rosas de tu ser; por tu traje azul turquesa, por tu sangre de duquesa y tu crueldad de mujer. Eres una triste rosa cuya esencia ponzoñosa marchitó mi corazón, y hoy me queda la tristeza de contemplar tu belleza y recordar tu traición. Quizás comprendas mañana, princesa esquiva y liviana, la agonía de emoción de aquel ingenuo amor mío que murió yerto de frío debajo de tu balcón. ¡Qué grato sería amarte y entre los labios besarte si tu espíritu tirano fuese bondad, luz y calma; si tú tuvieses el alma tan blanca como la mano! Prodiga el amor mortal que me hirió como un puñal con tu gracia de musmé, y al amante hazle traición, pues tienes el corazón tan pequeño como el pie.
Después de muchas cosechas de siglos, la tierra se hizo más amable y los hombres fueron más felices. Pero ninguno ignoraba que aquel rosado tiempo era uno de los últimos fulgores del crepúsculo del planeta. Las regiones boreales habían adquirido una extensión prodigiosa y los veranos eran tibios y sutiles. Se hacían peregrinaciones a numerosos géiseres abiertos recientemente, que ofrendaban al cielo, desmesurado e impasible, la ternura del último calor del globo valetudinario y moribundo. Sus penachos de agua eran vanas y desoídas oraciones. Violentos terremotos arruinaban y envolvían a las poblaciones, como si la tierra estuviera convulsa y temerosa de sus destinos.Entonces fue cuando la Humanidad aprendió a estimar la vida; estremecida de frío y miedo, vivió emocionada y anhelante, y el amor fue más espléndido y magnífico, porque también le llegaba su hora. Y los hombres se amaron, comprendiendo que la vida quería despedirse, y amándose, trabajaron menos, con lo que la civilización se marchitó y se encendió una grata y perpetua alegría. Los amantes se tendían en los estériles surcos de los campos. Querían reanimarlos, hacer que les envidiaran y, al envidiarles, florecieran. Pero todo estaba condenado irremisiblemente.
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