Om La Casa Nucingen
Sabido es lo delgados que son los tabiques que separan los reservados en los más elegantes cafés de París. En Véry, por ejemplo, el salón de mayor tamaño lo divide en dos una mampara que se coloca y se retira a voluntad. No sucedió ahí la escena, sino en un sitio agradable que no me conviene nombrar. Éramos dos, y diré, en consecuencia, igual que el Prudhomme de Henri Monnier: «No querría comprometerla». Estábamos jugueteando con los manjares de una cena exquisita por más de un concepto, en un saloncito en donde hablábamos en voz baja, tras haber comprobado la poca consistencia del tabique. Habíamos llegado al asado sin que hubiera vecinos en el recinto contiguo, en donde sólo sonaba el chisporrotear del fuego. Dieron las ocho y oímos fuerte ruido de pisadas; se cruzaron frases, los mozos trajeron velas. Todo ello nos puso al tanto de que la sala estaba ocupada. Al reconocer las voces, supe con qué personajes nos las teníamos que haber.
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