Om LA CHARCA
En el borde del barranco, asida a dos árboles para no caer, Silvina se inclinaba sobre la vertiente y miraba con impaciencia allá abajo, al cauce del río, gritando con todas sus fuerzas:
-¡Leandra!... ¡Leandra!...
Era en la montaña, en el seno de las selvas, entre laberintos de brava naturaleza, que parecen peldaños para oficiar en el altar del cielo.
-¡Leandra!... ¡Leandra!... Sube, Pequeñín está hambriento... Sube, sube...
La voz sacudía el aire y, reflejándose en las laderas, bajaba hasta el lecho del río, en donde se apagaba entre rumores de cascadas y remolinos. En la ribera, en cuclillas sobre una piedra lisa y plana, Leandra lavaba afanosa. Tenía el traje recogido y sujeto por detrás de las rodillas, dejando al descubierto las piernas, que el agua jabonosa salpicaba. Al fin, oyó las voces, miró hacia arriba y descubrió a Silvina.
-¿Qué quieres? -preguntó a un tiempo con el ademán y con los labios.
La otra insistía: Pequeñín, el último hijo de Leandra, de bruces en el suelo de la casucha, lloraba hambriento.
-Mira -bocineó Leandra, ahuecando las manos junto a la boca-, procura callarlo.
-Es que no quiere.
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