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¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años! ¡Cómo habría despertado el terror que solía sobrevenirme a veces, enviando la sangre silbante y hormigueante por mis venas, hasta que el rocío frío del miedo aparecía en gruesas gotas sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban por el espanto! Y, sin embargo, ahora me agrada. Es un hermoso nombre. Mostradme al monarca cuyo ceño colérico haya sido temido alguna vez más que el brillo de la mirada de un loco... cuyas cuerdas y hachas fueran la mitad de seguras que el apretón de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco! Ser contemplado como un león salvaje a través de los barrotes de hierro... rechinar los dientes y aullar, durante la noche larga y tranquila, con el sonido alegre de una cadena, pesada... y rodar y retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música. ¡Un hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:-Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.-¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita.-Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos enseñan y nos depuran el alma.Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:"Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que creamos en tu conversión."Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica, volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron alarmantes.-Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha sufrido...La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:"Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!"En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por una humareda oscura, profundamente melancólica.
La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama, no estaba él para valentías tales. Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó con voz ronca y debilitada: -Menos abierto... Muy poco... Así. -¿Cómo le va, señorita? -preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)-. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón.-Conforme. El porquero.-No me convence. ** (Mairena, en su clase de Retórica y Poética.) ¿Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.» El alumno escribe lo que se le dicta. ¿Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético. El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle.» Mairena.-No está mal. **¿Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada. En todo orador de nuestros días hay siempre un periodista chapucero. Lo importante es hablar bien: con viveza, lógica y gracia. Lo demás se os dará por añadidura.
Nunca, estimada señora y bondadosa amiga, soñé con ser escritor popular. No me explico la causa, pero es lo cierto que tengo y tendré siempre pocos lectores. Mi afición á escribir es, sin embargo, tan fuerte, que puede más que la indiferencia del público y que mis desengaños.Varias veces me dí ya por vencido y hasta por muerto; mas apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como tal bajo diversa forma. Primero fuí poeta lírico, luego periodista, luego crítico, luego aspiré á filósofo, luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo zarzuelero, y al cabo traté de figurar como novelista en el largo catálogo de nuestros autores.Bajo esta última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero aun así, no las tengo todas conmigo. Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que quiere y no lo que yo le mando. De aquí proviene que, si por dicha logro aplausos, es por falta de previsión. Escribí mi primera novela sin caer hasta el fin en que era novela lo que escribía. Acababa yo de leer multitud de libros devotos.
Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito -díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.-Verá usted lo que todos opinan...-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.
ESCENA PRIMERA. Roma.¿Una calle.[Entran FLAVIO, MARULO y una turba de CIUDADANOS.] FLAVIO Idos á vuestras casas, gente ociosa. A vuestras casas. ¿Por ventura es fiesta? ¡Qué! ¿no sabéis que siendo menestrales Debéis llevar en días de trabajo De vuestra profesión el distintivo? Habla, ¿qué oficio tienes? CIUD. 1-° Carpintero. MARULO. ¿Dónde está tu mandil? ¿dónde tu regla? ¿Por qué te vistes tus mejores galas? Y tú, ¿qué oficio tienes? CIUD. 2.° Francamente,con relación á trabajos finos, no hago, como si dijeramos, más que remendar.MARULO. ¿Pero qué oficio es el tuyo? Contesta de seguida.
Estábamos de luto por la muerte de nuestra madre, ocurrida el anterior, y pasamos todo el invierno en él campo, las tres solas: Macha, y yo. Macha era una antigua amiga de la casa; había sido nuestra aya, había educado a todas. Mis recuerdos, así como mi afecto por remontábanse tan lejos como los recuerdos de mí misma.Sonia era mi hermana menor.otoño Soniay nos ella,El invierno transcurrió para nosotras sombrío y triste, en nuestra vieja morada de Poltrovski. El tiempo fue tan frío y ventoso, que la nieve llegó a amontonarse a mayor altura que las ventanas, las cuales estaban casi continuamente cubiertas de hielo y empañadas; por otra parte, apenas pudimos salir a pasear durante casi toda la temporada. Era muy raro que viniera alguien a vernos, y quienes nos visitaban no traían alegría ni jovialidad a nuestra casa. Todo ofrecían: un rostro apenado, hablaban en voz baja, como si tuviesen miedo de despertar a alguien; procuraban no reír; suspiraban y, a menudo, lloraban al mirarme, sobre todo a la vista de mi pobre Sonia, vestida con su trajecito negro. En la casa todo revelaba, de una u otra manera, la muerte cercana; la aflicción y el horror de la pérdida flotaban en el aire. El cuarto de mamá seguía cerrado, y yo sentía un malestar cruel, a la par que un deseo irresistible de dirigir una furtiva mirada al interior de aquel frío y desierto aposento, cuando pasaba cerca del mismo al irme a acostar.
En unas horas plácidas, banales, de un domingo radiante, Francia, la Francia que creíamos inmortal, se había hundido, quizás para siempre, entre la indiferencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada, el discurrir perezoso de una muchedumbre endomingada que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville presenciando con inconsciente curiosidad provinciana el ir y venir de los automóviles oficiales y el ajetreo miserable de cientos de miles de refugiados ajenos a todo lo que no fuese la satisfacción inmediata de sus necesidades físicas, que buscaban afanosamente dónde comer y dormir aquella noche.Un mediano restaurant, una cama, una mesa libre en una terraza para tomar cómodamente el aperitivo, una localidad para el cine, un buen puesto en primera fila para verle la cara a Pétain o a Reynaud al entrar o salir del Consejo de Ministros, tenían más importancia para aquella masa abigarrada que todas las angustiosas preocupaciones nacionales del momento. ¿Cuántas personas de aquéllas tenían plena conciencia de la hora decisiva para ellas y para la historia que estaban viviendo? Nunca una catástrofe nacional se ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva.
Cuando el poeta se decidió a escribir comedias, sólo esta empresa creyó echar sobre sí: la de componer sus fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas ahora advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado a forjar prólogos, no para declarar el argumento, sino en respuesta a las malévolas censuras de un poeta rancio. Suplícoos, pues, que oigáis con atención de qué le reprenden.Menandro compuso La Andriana y La Perintia. Quien la una de ellas conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de argumento semejante, aunque por el diálogo y el estilo diferentes. Todo lo que de La Perintia cuadraba para La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado, sirviéndose de ello cual si fuese de su propia invención. Y esto es lo que sus enemigos le censuran. Porque dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula. Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de esto, acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes nuestro poeta tiene por maestros, y cuya libertad más precia él imitar que no la obscura exactitud de esos censores. Les aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de murmurar, si no quieren oír sus defectos.Prestadle vuestro favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para que sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo serán dignas o no de ser representadas.
Un editor alemán me escribió pidiéndome un informe sobre la evolución de mi mente y mi carácter, junto con un esbozo autobiográfico, y pensé que el intento podría entretenerme y resultar, quizá, interesante para mis hijos o para mis nietos. Sé que me habría interesado considerablemente haber leído algún bosquejo de la mente de mi abuelo compuesto por él mismo, por más breve y mortecino que fuera; de lo que pensó y de lo que hizo y de cómo trabajaba. He intentado escribir el siguiente relato sobre mi propia persona como si yo fuera un difunto que, situado en otro mundo, contempla su existencia retrospectivamente, lo cual tampoco me ha resultado difícil, pues mi vida ha llegado casi a su final. Al escribir, no me he esmerado nada en cuanto al estilo. Nací en Shrewsbury, el 12 de febrero de 1809. Mi padre, según le oí decir, creía que los recuerdos de las personas de mente poderosa se remontaban, en general, muy atrás, hasta períodos muy tempranos de su vida. No es mi caso, pues mi recuerdo más temprano se retrotrae únicamente a unos pocos meses después de haber cumplido cuatro años, cuando fuimos a tomar baños de mar cerca de Abergele; me acuerdo con cierta nitidez de algunos sucesos y lugares de entonces.
Blandos marinistas de salón, que sobresalís en los "cuatro toques" figurando una lancha con las velas desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que pretendéis coger truchas a bragas enjutas..., no contempléis el borrón que voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como las recias "cintas" y los gruesos "marmilos" de la costa cántabra.¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo mismo que Anfítrite..., pero no de sus cándidas espumas, como la diosa griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar del arte; pero, ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días
Señor, Tú, que al más mezquino gusano infundes aliento para que pueda contento cumplir su vital destino; Tú, cuyo soplo divino á cuanto crece y respira fe en tu omnipotencia inspira, no dejes que sólo el hombre tu poder tenga y tu nombre por una inútil mentira. Fué rey, y se ve sin trono; noble, y se ve sin honor; soldado, y perdió el valor. ¿Qué le resta en su abandono? Doquier cree tu eterno encono ver; nadie en su mal le abona; todo el mundo le abandona; vuelve ¡oh Dios! al que olvidado se ve rey, noble y soldado, sin valor, honra y corona. Jesús, hijo de María, Redentor del universo, por el justo y el perverso expiraste el mismo día. Duélete de su agonía, por la que en la cruz sufriste, y que no imagine el triste que si por todos bajaste, al desdichado olvidaste y al pecador redimiste. Mas ya es de noche; el nublado espesa; brilla la llama del relámpago; el mar brama á lo lejos irritado.
Era el otoño, después de haber pasado el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan endeble y vacilante que las dos o tres damas a las que pedí trabajo no me aceptaron, por temor. Se me había agotado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían respetables, casi perdí las esperanzas, porque el andar de un lado para otro no me había permitido recuperar peso; así que no veía cómo podía cambiar mi suerte. Pero cambió¿, o así lo creí yo entonces. Un día me tropecé con una tal señora Railton, amiga de la señora que me había traído a Estados Unidos, y me paró para saludarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad. Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo: ¿Vaya, Hartley; creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana a verme y hablaremos de esto.
Una persona muy distinta de los habituales transeúntes de la localidad escalaba el escarpado camino que conduce a través del pueblecillo costero llamado Street of Wells, y forma un pasillo en aquel Gibraltar de Wessex, la singular península, un tiempo isla y todavía así denominada, que se adelanta como una cabeza de pájaro en el canal inglés. Está enlazada con tierra firme por un largo y angosto istmo de guijarros «arrojados por la furia del mar» y sin igual en su clase en Europa. El caminante era lo que su aspecto indicaba: un joven de Londres, de cualquier ciudad del continente europeo. Nadie podía pensar al verle que su urbanidad consistiera solamente en el vestir. Iba recordando con algo de execración que tres años enteros y ocho meses habían transcurrido desde la última vez que visitó a su padre en aquella solitaria roca donde nació, y todo aquel tiempo lo había invertido en diversas y opuestas camaraderías entre gentes y costumbres mundanas. Lo que le parecía usual y corriente en la isla cuando en ella vivía, le resultaba extraño e insólito después de sus últimas impresiones. Más que nunca semejaba el paraje lo que, según se decía, fue en otro tiempo la antigua isla de Vindilia y la Morada de los Honderos. Ya no eran para él familiares y habituales ideas la altísima roca, las casas sobre casas, los umbrales de la que en cada una se alzaban al nivel de la chimenea antevecina, los jardines que por una de sus tapias colgaban mirando al cielo, las hortalizas que crecían en parcelas al parecer casi verticales, y la compacticidad de toda la isla como un recio y único bloque calizo de cuatro millas de longitud. Todo ahora deslumbraba con sin igual blancura, en contraste del coloreado mar, y el sol relumbraba sobre las infinitas estratificaciones de las paredes de oolita,
CÉFALO Señora, fálteme Dios si hallo cosa en esta ausencia que pueda hacer resistencia al mal de faltarme vos. Y es para el alma tan fuerte, que su consideración no tiene comparación con el rigor de la muerte. Crece la tristeza mía con tanta violencia, amor, que en el temor y el dolor mil veces muero en un día. Yo llevo, en fin, de los dos mayor soledad agora, que no estáis sola, señora, acompañada de vos; que para comparación de que en dolor me igualáis, pues que vos con vos estáis, mayores mis males son. Dad ventaja a mi memoria de las penas que sentís, porque donde vos vivís, ¿qué puede haber sino, gloria? Cesar la eterna armonía de las esferas del cielo, alma del sol, que en el suelo cuanto vive engendra y cría: Hacer eterna amistad los elementos, parece decir que haceros merece mi presencia soledad.
Sabido es lo delgados que son los tabiques que separan los reservados en los más elegantes cafés de París. En Véry, por ejemplo, el salón de mayor tamaño lo divide en dos una mampara que se coloca y se retira a voluntad. No sucedió ahí la escena, sino en un sitio agradable que no me conviene nombrar. Éramos dos, y diré, en consecuencia, igual que el Prudhomme de Henri Monnier: «No querría comprometerla». Estábamos jugueteando con los manjares de una cena exquisita por más de un concepto, en un saloncito en donde hablábamos en voz baja, tras haber comprobado la poca consistencia del tabique. Habíamos llegado al asado sin que hubiera vecinos en el recinto contiguo, en donde sólo sonaba el chisporrotear del fuego. Dieron las ocho y oímos fuerte ruido de pisadas; se cruzaron frases, los mozos trajeron velas. Todo ello nos puso al tanto de que la sala estaba ocupada. Al reconocer las voces, supe con qué personajes nos las teníamos que haber.
Era la tarde, y la hora en que el sol la cresta dora de los Andes. El Desierto inconmensurable, abierto, y misterioso a sus pies se extiende; triste el semblante, solitario y taciturno como el mar, cuando un instante al crepúsculo nocturno, pone rienda a su altivez.Gira en vano, reconcentra su inmensidad, y no encuentra la vista, en su vivo anhelo, do fijar su fugaz vuelo, como el pájaro en el mar. Doquier campos y heredades del ave y bruto guaridas, doquier cielo y soledades de Dios sólo conocidas, que Él sólo puede sondar. A veces, la tribu errante, sobre el potro rozagante, cuyas crines altaneras flotan al viento ligeras, lo cruza cual torbellino, y pasa; o su toldería sobre la grama frondosa asienta, esperando el día duerme, tranquila reposa, sigue veloz su camino.
REINALDOS: Sin duda que el ser pobre es causa desto; pues, ¡vive Dios!, que pueden estas manos echar a todas horas todo el resto con bárbaros, franceses y paganos. ¿A mí, Roldán, a mí se ha de hacer esto? Levántate a los cielos soberanos, el confalón que tienes de la Iglesia. O reniego, o descreo...MALGESÍ: ¡Oh, hermano!REINALDOS: ¡Oh, pesia...!MALGESÍ: Mira que suenan mal esas razones.REINALDOS: Nunca las pasa mi intención del techo.MALGESÍ: Pues, ¿por qué a pronunciallas te dispones?REINALDOS: ¡Rabio de enojo y muero de despecho!MALGESÍ: Pónesme en confusión.REINALDOS: Y tú me pones... ¡Déjame, que revienta de ira el pecho!MALGESÍ: ¡Por Dios!, que has de decirme en este instante con quién las has.REINALDOS: Con el señor de Aglante. Con aquese bastardo, malnacido, arrogante, hablador, antojadizo, más de soberbia que de honor vestido.MALGESÍ: ¿No me dirás, Reinaldos, qué te hizo?
MELCHOR: Bello lugar es Madrid. ¡Qué agradable confusión! VENTURA: No lo era menos León. MELCHOR: ¿Cuándo? VENTURA: En los tiempos del Cid. Ya todo lo nuevo aplace a toda España se lleva tras sí. MELCHOR: Su buen gusto aprueba quien de ella se satisface. ¡Bizarras casas! VENTURA: Retozan los ojos del más galán; que en Madrid, sin ser Jordán, las mas viejas se remozan. Casa hay aquí, si se aliña y el dinero la trabuca, que anocheciendo caduca, sale a la mañana niña. Pícaro entra aquí mas roto que tostador de castañas, que fïado en las hazañas del dinero, su piloto, le muda la ropería donde hijo pródigo vino en un conde palatino, tan presto que es tropelía. Dama hay aquí, si reparas en gracias del solimán, a quien en un hora dan sus salserillas diez caras. Como se vive de prisa no te has de espantar si vieres metamorfosear mujeres, casas y ropas. MELCHOR: A misa vamos, y déjate de eso.
En mitad de una callejuela de una ciudad de Nueva Inglaterra, se alza una casa de madera, mohosa y carcomida, con siete puntiagudos, tejados, de cara a los diversos puntos de la rosa de los vientos, y, en el centro, una enorme chimenea. Un olmo de gigantesco tronco, conocido por toda la chiquillería por el nombre del «olmo de los Pyncheon», se yergue frente a la puerta. En mis visitas a dicha ciudad, rara vez dejo de recorrer la calle Pyncheon, para pasar junto a la sombra de estos dos restos antiguos: el olmo gigantesco y el edificio vetusto y maltratado por las inclemencias del tiempo. El aspecto de la venerable mansión siempre me ha afectado como si fuera un rostro humano: ostenta huellas, no sólo de las tempestades, del clima y del sol, sino también, y muy expresivas, del transcurso de la vida mortal y de las consiguientes vicisitudes ocurridas en su interior. Un relato de tales vicisitudes no carecería de interés ni sería poco instructivo; poseería, además, cierta unidad notable, que hasta pudiera parecer resultado de un «arreglo» artístico. Pero semejante historia habría de incluir una serie de acontecimientos desarrollados a lo largo de los siglos; y escrita con razonable amplitud, formaría un infolio mayor, o una serie de volúmenes en dozavo, más largos de lo que sería prudente añadir a los anales de Nueva Inglaterra.
Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York, y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni menos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel gigantesco barco. Contaba con visitar el norte de América, pero esto era sólo accesorio. El Great Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. En efecto, el buque de vapor a que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Es más que un barco, es una ciudad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después, de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el importante mar, su indiferencia a las expresadas olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great Eastern no sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres.
Mal pudiéramos conducir a nuestros lectores a la perfecta inteligencia de los manuscritos y textos peruanos que nos han servido de guía en esta obra, si ligeramente no describiésemos en breves pinceladas el estado político del antiguo mundo en el siglo dieciséis, y no profundizásemos en algo la corte de los reyes católicos y su situación interior y exterior.España, este suelo alumbrado por el sol más hermoso de la Europa, ha sido en todos los siglos el campo de batalla en que se han resuelto con las armas los destinos del antiguo mundo. Después de verse vencida en los campos celtíberos, la belicosa república de Cartago, sucumbió también en sus arenas la altivez romana; y si el trono de los godos con el trascurso de los siglos adquirió en nuestro suelo nacionalidad y poderío la molicie de la corte de Witiza y de Rodrigo, abrió las puertas de España a los testados hijos de la Libia, y sufrió por ocho siglos el duro y ominoso yugo sarraceno, perdiendo su libertad, su independencia, y hasta sus creencias religiosas.
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